Polvo de estrellas

Una reflexión sobre cómo nos vinculamos con el tiempo

El tiempo nos constituye. Cuando el tiempo se acelera, se fragmenta o se congela, la subjetividad también se ve afectada. Lo que llamamos síntoma o inhibición muchas veces no es más que una forma fallida de regular la relación que tenemos con el tiempo. 

Aceptar que todo termina es angustioso, pero ignorar la finitud, paradójicamente, nos aleja de la vida. El vínculo que establecemos con el tiempo puede ser una forma de inhibición o de síntoma, como en la ansiedad, en la indecisión, en la procrastinación, en llegar siempre tarde o en vivir de urgencia en urgencia. Intentamos así acelerarlo, demorarlo o suspenderlo.

Hay quienes al no poder perder algo, pierden demasiado, como quienes no aman para no sufrir, para no perder libertad. Lacan señala la escena del ladrón que exige ‘la bolsa o la vida’, en la que el sujeto no tiene escapatoria: elija lo que elija, algo pierde, haciendo caer el ideal de plenitud.

El eslogan publicitario “vive el momento” tiene éxito porque omite que el presente, además de posibilidades, está cargado de historia. El tiempo no es lineal y el presente no es algo aislado, sino la sedimentación de todo lo que aún no terminó de pasar y de todo lo que aún está a tiempo de comenzar.

Muchas personas experimentan angustia en las fiestas, en una fecha especial, ante un aniversario o al envejecer, cuando se hace evidente el paso del tiempo. Y para no sentir lo que esto conlleva, un sujeto es capaz de retirarse afectivamente e hipotecar su porvenir.

El duelo es ese trabajo psíquico por el cual alguien debe dejar ir algo: a una versión de sí mismo, a un ser querido, un proyecto que no pudo ser, un amor que cambió, una ficción que sostenía sus certezas. El duelo es la posibilidad de perder, para no perdernos.

Freud señaló que “el valor de la transitoriedad es el de la escasez en el tiempo”. El tiempo es un recurso limitado; lo que puede acabarse resulta más valioso. Si las flores no se marchitaran, si los veranos nunca terminasen, si una vida no concluyera, el deseo perdería su fuerza.

Borges escribió que la eternidad es una condena: cuando nada termina, nada tiene valor. Vivimos, sin embargo, gran parte de nuestras vidas como si el tiempo no transcurriera. Lo llenamos de actividades, de consumo, de estímulos. El mercado ha capitalizado la ilusión de sortear el tiempo. La juventud se idealiza como valor supremo y todo se maquilla, se medicaliza, se retoca. En ese sentido, la tecnología es muy eficaz distrayendo la angustia, pero le quita presencia al presente.

Byung-Chul Han advierte que la aceleración permanente empobrece nuestra experiencia temporal: estímulos inmediatos, cambios constantes, ausencia de pausa, falta de continuidad. Sin duración no hay profundidad, y sin profundidad tampoco hay posibilidad de espera, de proyectar a largo plazo, de vínculos duraderos. De este modo, no hay espacio para que el deseo se constituya como búsqueda, como tensión, como movimiento hacia. El deseo se diluye en la inmediatez.

Un amigo aficionado a la fotografía astronómica me contó que cuando miramos el cielo, hay estrellas que ya no existen, pero su luz todavía nos llega, viajando durante miles de años a través del espacio. Es una buena analogía para pensar nuestra relación con el tiempo: vivimos entre presencias que en realidad son vestigios. Lo que somos está hecho de luces que ya partieron.

Me hizo acordar a Jorge Drexler cuando canta "Un animal prodigioso Con la delirante obsesión de querer perdurar. No dejaremos huella, Sólo polvo de estrellas"


Muchas personas se someten a intervenciones quirúrgicas como una forma de negar al paso del tiempo o quedan aferrados a una pérdida, una creencia, un fracaso, una culpa, una escena particular que no cesa de repetirse. Hay marcas que congelan el tiempo psíquico. A veces, una muerte que no se lloró, una separación que nunca se asumió, un deseo que fue postergado hasta apagarse.

Lo que no se elabora queda detenido, como una foto archivada. Quien se aferra con nostalgia a la ilusión de permanencia, se paraliza, girando en círculos alrededor de lo que no pudo ser. El inconsciente no olvida, sino que guarda las escenas pendientes hasta que el sujeto tenga con quién volver a ellas.

El trabajo de duelo nos permite integrar y sostener la pérdida sin negarla. Cuando una persona empieza a recordar, a asociar libremente, a poner en palabras lo que había quedado suspendido, el afecto y el tiempo vuelven a encontrar un cauce. Queda así menos expuesta a la inhibición y a la repetición, y es en ese espacio recuperado donde se vuelve a estar a tiempo.

Bibliografía

  • Freud, Sigmund. “Sobre la transitoriedad” (1915). En Obras completas, tomo XIV. Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1976. 

  • Lacan, Jacques. Seminario 11: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. (Seminario dictado en 1964; publicado en francés en 1973). Paidós, Buenos Aires, 2013.

  • Han, Byung-Chul. El aroma del tiempo: Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse. Herder Editorial, Barcelona, 2015. (Ed. original alemana 2009).

  • Borges, Jorge Luis. El Aleph (incluye “El inmortal”). Primera edición 1949. Alianza Editorial / Random House, diversas ediciones.

  • Bauman, Zygmunt. Tiempos líquidos: Vivir en una época de incertidumbre.
    Tusquets Editores, Barcelona, 2007. (Ed. original 2007).

  • Kristeva, Julia. Sol negro: Depresión y melancolía. Siglo XXI Editores, Madrid / Buenos Aires, 1988. (Ed. original 1987).