El dolor como umbral, el sufrimiento como morada

“Si el sufrimiento diera lecciones, el mundo estaría lleno de sabios”

“Si el sufrimiento diera lecciones, el mundo estaría lleno de sabios. El dolor no tiene nada que enseñar a quien no encuentra el coraje y la fuerza para escucharlo.”
— Sigmund Freud, carta a Lou Andreas-Salomé, 1933

Esta frase pone en cuestión la idea de que basta con atravesar el dolor para crecer. Conviene entonces hacer una distinción: dolor y sufrimiento no son sinónimos. Forman parte del malestar humano, pero no son equivalentes: El sufrimiento implica una experiencia dolorosa, pero no todo dolor deviene sufrimiento. Este último se configura cuando el dolor no logra tramitarse, cuando no encuentra inscripción simbólica ni testigo psíquico que lo aloje. En cambio, el dolor puede operar como señal, advertencia o apertura si encuentra cauce y no necesariamente se cristaliza como sufrimiento.

Cuando el dolor psíquico no puede representarse, lo que emerge es la angustia. No se trata de una emoción cualquiera. A diferencia del miedo, que tiene un objeto definido (“tengo miedo a / de que…”), la angustia se manifiesta cuando no hay forma de nombrar lo que irrumpe, cuando las exigencias se vuelven indescifrables o demasiado intrusivas. Es un exceso afectivo que no logra traducirse en palabras, imágenes ni recuerdos, y que por eso lo traduce el cuerpo: nudo, opresión, vértigo, llanto sin causa.

El aparato psíquico queda desbordado y el cuerpo se convierte en el escenario de lo inasimilable: algo no puede decirse, no puede simbolizarse, no entra en la cadena del sentido. Entonces el síntoma toma la palabra Y cuanto más lo desmentimos, más estridente se vuelve. El cuerpo, los sueños, los vínculos, los actos fallidos: todas son formas en las que lo no dicho insiste.

El dolor, cuando no encuentra vía de simbolización, deviene sufrimiento. Lo no pensado duele. Y lo que no se escucha a tiempo, retorna. Una formulación más cruda podría ser: “El infierno es la verdad vista demasiado tarde”, frase atribuida a Thomas Hobbes. El sufrimiento puede ser eso: una verdad que no encontró palabra, ni tiempo, ni testigo, y que vuelve desde lo real, sin forma ni contexto.

Por eso, la posibilidad de transformación a partir del malestar requiere trabajo psíquico. No negarlo, no interpretarlo de inmediato, no anestesiarlo. Escuchar. Dar tiempo. Dejar que algo se diga allí donde antes solo había repetición o silencio.

Muchos síntomas comienzan a perder fuerza cuando se les da lugar en la palabra. No porque hablar de ellos los elimine, sino porque al decir, el sujeto deja de estar enteramente capturado por eso que lo aflige. Algo se separa, se ubica, se nombra.

El síntoma deja de ser un amo hostigador. El dolor nada no enseña si no se le escucha. El sufrimiento no nos transforma si no se le habita con palabras.

Y la angustia puede dejar de ser abismo para convertirse en brújula.